El dato que aporta la Bolsa de Comercio de Rosario es concluyente para entender el peso que la agricultura posee en la economía argentina: en 2022 y aun pese a la sequía, tres de cada cinco dólares exportados por el país fueron producidos por las cadenas agroalimentarias. Una trascendencia histórica que se multiplicó hasta la exageración con la llegada de las semillas transgénicas en los años noventa, la irrupción de China en el comercio internacional y el “boom” en los precios de productos como la soja o el maíz.
El cóctel transformó por completo la forma de trabajar el campo y la vida rural en general, aunque fue en materia ambiental donde provocó los mayores desequilibrios. Entre otras cuestiones, la expansión de la frontera productiva, una deforestación que aún no ha terminado, la “invasión” de los agroquímicos contaminantes del agua y el aire, y la degradación de los suelos como resumen de todo lo anterior.
Sólo la propiedad de la tierra mantiene la ancestral y abismal asimetría del pasado. Peor aún, los nuevos métodos ampliaron las diferencias entre grandes y pequeños productores. El Censo Nacional Agropecuario 2018 —último efectuado hasta la fecha— muestra que las explotaciones de menos de 500 hectáreas (un 80 % de las existentes), ocupan el 11 % de la tierra cultivada; mientras que las de más de 10 000 hectáreas (1 % del total) abarcan un 40 % del territorio.
La agroecología y su pariente cercana, la agricultura familiar, han sido en los últimos años la respuesta de los campesinos más humildes a la nueva realidad. “La dirigencia política debería ver el campo no solo en función de la exportación y la acumulación de divisas, sino también desde su función primaria, que es la producción de alimentos para la población”, afirma Nahuel Levaggi, coordinador nacional de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT) e impulsor de cambios de fondo en el modelo agrario del país.
Los datos del Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (SENASA) indican que la superficie cosechada de producción orgánica —es decir, sin agregados químicos— pasó de 12 162 hectáreas en 1995 a 109 987 en 2022. En tanto que la UTT y la Red Nacional de municipios y comunidades que fomentan la agroecología (Renama) reúnen por su parte otras 100 700 hectáreas. Quienes trabajan la tierra en predios medianos y pequeños se han dado su propio sistema de trazabilidad y certificación, reconocido por la FAO; pero además exportan casi el 90 % de su producción rumbo a mercados que privilegian los alimentos sanos.
Sin embargo, la conducta dual que suele caracterizar la política argentina también afecta al sector. Al hacerse cargo del ministerio de Economía en agosto de 2022, el derrotado candidato presidencial Sergio Massa degradó la subsecretaría de Agricultura Familiar a Instituto y redujo de manera significativa el presupuesto de la Dirección Nacional de Agroecología. En dirección contraria, en octubre fue promulgada la Ley de Fomento a la Agroecología, que establece un régimen de beneficios fiscales para la actividad durante diez años. La formación de redes de consumidores que establezcan canales directos con los productores, la regulación de un etiquetado que facilite la correcta identificación de los frutos y, fundamentalmente, la aprobación de una Ley de Acceso a la tierra “para apoyar al 75 % de campesinos que todavía arriendan sus tierras”, son las tareas pendientes que reclama la UTT.
Los expertos y técnicos sitúan a la agroecología como un factor vital en la recuperación ambiental del planeta. Una mayor expansión a corto plazo en Argentina dependerá en buena medida de la política que adopten al respecto las nuevas autoridades. Su concepción ideológica y sus declaraciones previas no invitan al optimismo, aunque habrá que esperar para sacar conclusiones definitivas. La calidad alimentaria y la salud del aire, el agua, los suelos y de todas las especies —incluida la humana— que habitan los campos del país están en juego.